Hará cosa de unos seis o siete años, yo jugaba en un equipo de dardos con algunos de mis amigos. Como todos los equipos, teníamos como base un bar, que nos patrocinaba y actuaba como anfitrión para los partidos de casa. Y como todos los bares, éste tenía un dueño...
El dueño en cuestión, un tipo bastante interesante en algunos aspectos y bastante pesado en otros, pertenecía a una estirpe que hoy en día se ve poco; era nacional-catolicista. Y no es que fuese un romántico de Franco de esos que vivieron su juventud y sus mejores años durante su dictado, no; este era un tipo joven, como 5 o 6 años mayor que yo, bastante leído (por lo menos de lo suyo) y con aficiones a veces tan cercanas a mí que era difícil no tenerle cierto aprecio. No es que fuese como un amigo de toda la vida, pero obviando la política y la religión, era bastante entrañable.
Recuerdo una conversación que mantuvimos un día sobre hasta que punto me sentía o no español. Después de tratarnos a mis amigos y a mí durante un tiempo, ya se había percatado de que eramos un grupo en el que nos encantaba hablar de política y que éramos capaces de mantener una discusión razonada y consistente. Así que nos respetaba aunque nuestros planteamientos fuesen diametralmente opuestos (y no pasaba siempre ni con todos los miembros de mi grupo de amigos, pero sí era lo más habitual) .
Pero aquel día, aunque no se atrevió a decírmelo explícitamente, le toque la fibra sensible al proclamar mi poca afinidad nacionalista. Vine a decirle que, teniendo como tengo un apellido claramente extranjero (pese a ser de tipología más española que Alfredo Landa), y habiendo conocido gente de otros países, otras culturas y otras religiones, me resultaba complicado sentirme muy cercano a un español que habitaba a 300 km de distancia, al que no conocía de nada y del que no tenía referencias sobre su calidad humana. Y que, de hecho, a veces me costaba ya no solo sentirme español, sino siquiera madrileño o de un barrio determinado.
No niego afinidades idiomáticas, y un cierto orgullo cuando ganan nuestras selecciones, pero racionalmente, y suelo ser muy racional, no veía (ni veo aun) que un pasado muy remoto tenga que unirme o separarme de un montón de deslocalizados desconocidos del mundo. Y que en cambio una cercanía presente no me convirtiese en compatriota de cualquier persona con quien de verdad tuviese relación, más allá de sus fronteras.
Y este hombre, que no me respondió, me miró con más pena que otra cosa, ofendido seguramente por mi poco respeto a la historia y a mis antepasados (de los cuales bien es cierto que una parte quedarán allá por el estado federal de Hesse, que narices), y a mi poco cariño al rojo de mi sangre.
Hoy tiene un hijo llamado Pelayo...
Cuando entré en la universidad a estudiar biología, y después de un tiempo de tanteo y de coger confianza, me junté con algunos compañeros a los cuales aun hoy veo de vez en cuando. Fueron mi núcleo duro dentro de la facultad y en gran parte crecí con y gracias a ellos.
Coincidimos con los años del comienzo de internet en las aulas y el avance de un montón de tecnologías nuevas que allanaban la experimentación en el campo de la genética y la proteómica, así que acabamos desembarcando todos en un mundo de computadores que hasta entonces apenas manejábamos. En muy poco tiempo, y creedme que yo no llegué a vivirlo plenamente, se pasó de impartir las clases a base de filminas retroproyectadas a dotarlas de cierta vida en presentaciones más o menos avanzadas con Power Points y demás elementos multimedia. Y el tiempo en el que los estudiantes no habían manejado un ordenador en su vida cayó en el olvido más profundo (igual a los más jóvenes les suena a chino, pero os juro que es textual).
El caso es que hace un par de meses, hablando sobre el avance de la tecnología con una de aquellas compañeras (una que trabaja día a día con ordenadores y máquinas que valen más dinero del que ganaré en muchos años) le dije que estoy convencido de que de aquí a diez años el lector de tinta electrónica se habrá extendido como la pólvora, y que rara será la persona que no disponga de uno y lo emplee con frecuencia para leer el periódico o descargarse el último libro de su autor favorito.
Pues he aquí que mi amiga odia todo lo que tenga que ver con la tecnología, se niega a poner un ordenador en su casa y, hoy en día, ni tiene reproductor de mp3 ni intención de adquirir uno. Así que le pareció casi un sacrilegio la idea de prescindir del papel como soporte de lectura. No quiso aceptar la apuesta que yo le ofrecía, pero se conjuró para desdecirme personalmente, y no dejar de leer libros tal y como los conocemos en su vida.
Y aunque le dije directamente que a lo mejor algún día dejaban de fabricarse (lo cual, ciertamente, es improbable), ella me contestó que antes dejaba de leer que depender de un chisme de esos...
Puede que no entendáis porque os cuento estas dos historias aquí juntas, y que os esté pareciendo un post un pelín esquizofrénico. Pero no he encontrado mejor manera de contaros lo que para mí une ambas historias en una sola: la derrota del romanticismo por los avances del ser humano.
Porque romanticismo es el del dueño de aquel bar que entiende que debe algo a un pasado que considera glorioso, y se siente heredero de sus honores.
Y romanticismo es el de mi amiga, que se niega a aceptar que el mundo evoluciona y prefiere que las cosas sigan como están antes de someterse a la dictadura de la tecnología.
Y yo creo que ambos se equivocan.
Creo (confío) en un mundo cada vez más global que nos permita igualar desigualdades y en el que los absurdos nacionalismos desaparezcan para eliminar los odios que nos separan.
Y creo (confío) que la tecnología avanzará, ayudándonos precisamente a conseguir el objetivo anterior, y eliminando algunas de las peligrosas tensiones que hacen que el hombre se ponga en peligro a si mismo al sobreexplotar el medio ambiente.
Pero a la vez, de una forma profunda y difícil de explicar, espero que ambos tengan razón. No en sus sentimientos nacionalistas y respecto a la tecnología, pero si en el hecho de guiarse por lo que sienten.
Porque mucho más allá de la razón seguimos siendo personas que se guían por eso, por lo que dicta el corazón y no la cabeza.
Y no puedo dejar de pensar que ojalá fuésemos todos unos irremediables románticos...
8 comentarios:
Por esperar podríamos esperar de todo, que sólo nuestro corazón nos guiase, pero a veces la cabeza nos pierde, que fuéramos románticos y no tan dejados...
Esperanza... eso es lo que tendríamos que buscar...
besitos
Mmmmm,...
Respecto de la primera parte, está la famosa frase de Saint Exupery que dice algo así como que "la única patria verdadera es el territorio de la niñez". He leido que gente más lista que yo interpretaba esto como una apología de la propia niñez como patria, de manera que los adultos somos en cierto modo "exiliados". A mi en cambio siempre me ha gustado más interpretarla literalmente. Mi patria es la casa de mis padres, mi colegio, mi barrio y el de mis amigos, los pinares de Ávila que me recorría en bici y donde aún cojo níscalos en otoño, los campos de futbito donde nos goleaban y nos daba lo mismo, en fin, todo eso.
En cuanto a lo segundo, me confieso romántico empedernido y completamente escéptico respecto a la supuesta panacea tecnológica. Por su propia definición, un formato electrónico difícilmente podrá igualar los matices de calidad y calidez de una buena impresión. ¿Cuántos píxeles por pulgada igualan esa resolución? ¿Hasta qué punto es admisible perder finura en aras de la "manejabilidad" de los archivos? ¿Por qué muchos músicos profesionales siguen prefiriendo los matices del vinilo? ¿Por qué cuando dibujo en el ordenador soy esclavo de la herramienta "zoom" y necesito imprimir cada cierto tiempo para ver el resultado, mientras que haciéndolo a mano me basta con separarme un poco? ¿Por qué el papel es antiecológico y los ordenadores no? ¿De dónde salen los materiales y la energía con que se construyen y con la que funcionan? ¿Por qué un libro de papel dura varias generaciones y un equipo informático, con suerte, una década?
Hay fanáticos de lo analógico y fanáticos de lo digital, pero los fanatismos son cosa del siglo pasado. Nada es perfecto, nada es la panacea e igualmente nada es prescindible. Ni desaparecerán los libros de papel, con lo bien que huelen y lo bonitos que son, más aun cuando llevan ilustraciones, ni dejaremos de usar los electrónicos si nos permiten llevar a la vez El Quijote, Crimen y Castigo y La Montaña Mágica en el bolsillo del pantalón, para leerlos en el metro.
Perdón por la charla y buena entrada,...
Un abrazo!
Lo de la esperanza me lo apunto, Ayshane.
Y Roberto, nada que perdonar. Como siempre, es un punto de vista mágnifico, y muy bien explicado. En su momento, a nuestro dueño de bar, lo que le dije fue algo así como lo primero que has expuesto. Que era de mis amigos y mi familia, y poco más lejos.
Y sobre la tecnología, aunque creo que es innegable que puede conducirnos por caminos más ecológicos y que debemos limitar al máximo nuestro uso del papel, tienes razón en que siempre perdurarán ciertas cosas y que no conviene ser extremistas.
Al final solo el tiempo nos dará o quitará la razón. Pero creo que se impondrá el raciocinio de la utilidad, cuando coincida con una buena usabilidad, por encima de su belleza y su sabor. Aunque sea muy frio.
Saludos.
Qué quieres que te diga, a mí ninguna patria me parece romántica, como no sea en el sentido prefascista del siglo XIX. En cualquier otro me parecen una pesadilla.
Sobre las tecnologías aplicadas al campo de la literatura estoy con tu compañera, la literatura se acompaña de un ritual necesario, y fuera de él no hay literatura. También podemos denigrar el llamado cine con personajes creados mediante programas informáticos, no es cine, así de fácil.
Bueno, evidentemente hay quién prefiere ver las cosas con el corazón y quién prefiere verlas con la cabeza. Y lo cierto es que es innegable que en el asunto de las patrias hay mucha gente que las observa con el corazón, aunque no sea tu caso...
En cuanto a lo de la literatura, repito lo que me dijo Roberto, tampoco es bueno ser extremistas...
Saludos.
Sobre los nacionlismos no puedo transigir, dado que soporto con frecuencia las memeces de los no pocos nacionalistas que me rodean aquí en Cataluña. Es cierto que no existe el peligro que por deegracia acompaña a los no nacionalistas en el País Vasco, pero su discurso majadero es perfectamente comparable.
Sobre la literatura, estoy más dispuesto a negociar, pero con condiciones. Sobre el cine no hay negociación posible.
Saludos muy cordiales, literarios, cinematográficos, y desprovistos de todo fervor patriótico, desde Barcelona.
Puff,q lio!! Q listo es el Roberto este, eh!! Completamente de acuerdo con él. Habrá cosas que nunca cambien. Aparte de la esperanza (que bella utopía), el SENTIDO COMÚN es siempre, el que al final, debería imperar (Hay que ver, con los tiempos que corren, cada vez me gustan más estas dos palabritas).
Ah! Y, efectivamente, sin ir más lejos, "300" no es cine... Si, si, buena entrada...
Pues si que has creado polémica, muy de acuerdo con Roberto. Respecto a la primera parte yo no creo en la política, me parece que como ideología todas las formas de gobierno son potencialmente buenas y defendibles con muchos argumentos y entre ellas por supuesto tambien los nacionalismo, pero son utópicas, son solo un ideal cargado de buenas intenciones para quien cree en ellas y muy dificiles de llevar a la práctica. Por otro lado cualquier forma de gobierno es necesaria, ya se sabe que "el hombre en un ser social", que vive en comunidad y que hay que poner unas serie de normas (derechos y deberes) de convivencia que gustan mas a unos que a otros. Todo depende del momento historico que se viva, de quien dicte esas normas y de que lado este la mayoría. Respecto a la segunda no hago ningún comentario más porque alguien ya se ha encargado de escribir lo que pienso.
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