lunes, 6 de abril de 2009

Billar americano contra un único agujero.

Aquel año fue un gran año en mi casa. Tocó un buen premio en la lotería y la navidad se presentó casi con más regalos de los que había pedido en mis cartas más ambiciosas a los Reyes (bueno, como todos los niños de cierta edad me había llegado la hora de la República y ya no creía en los Reyes; pero los pedidos seguían ahí). Y las comidas navideñas resultaron más abundantes de lo habitual, que no es decir poco en un sitio donde se come tan poca mesura como mi humilde hogar.

El caso es que había pedido demasiado, como siempre, haciendo política de máximos para intentar quedarme satisfecho, pero me encontré con un sobre-stock de regalos impresionante. Hubo, siguiendo una tradición familiar, muchos clicks de esos que me permitían ponerle cuerpo a las historias de mi imaginación. También una caja con multitud de piezas de Tente, en su rama de barcos, que pronto se convirtieron en una preciosa flota llena con portaaviones y destructores incluidos. Un modernísimo Scalextric 4x4, que había salido hacía no mucho y era el no va más entre los niños de mi edad. Y un fantástico billar americano que, sin ser ni mucho menos de tamaño real, era lo suficientemente grande como para no caber en mi cuarto y se veía obligado a dormir en el pasillo, casi impidiendo el paso.

Con el paso de los meses se hizo patente que los clicks seguían siendo una magnífica opción, siempre baratos y socorridos. Los barcos de Tente dieron para muchas guerras navales, aunque dejaron de tener tanta gracia cuando se rompieron las hélices de los helicópteros y desaparecieron todos los aviones de guerra que incluía la caja. El flamante Scalextric terminó siendo lo menos empleado, sobre todo por lo cansado de su montaje y desmontaje. Pero el billar resistió mucho tiempo en pie, y me dio un montón de alegrías. Una vez dominado el juego, aprendí a realizar algunos trucos, y me dedicaba a buscar carambolas imposibles a un montón de bandas, solo por el gusto de conseguirlas.


Lo que ocurre es que todos nos hacemos mayores y, paradójicamente, aquel pobre billar iba pareciendo cada vez más pequeño. Casi solo me servía para hacer el cafre con sus tacos y divertirme golpeando entre sí con mucha fuerza sus bolas.
Y un día, en pleno ejercicio de cafrería, sucedió algo que casi supuso el fin de aquel pobre juguete ya medio olvidado. Estaba yo en pijama, uno de esos pijamas largos que tienen sisas muy amplias dejando mucho aire debajo, y no se me ocurrió nada mejor que intentar saltarme aquel taco. Por arriba, a horcajadas, como si jugase al churro...
El salto fue bueno, suficientemente alto. Pero el taco se enganchó con el pijama y el resultado fue que caí a plomo sobre el taco en punta. Por un par de centímetros no me ensarté de lleno en aquel palo de 1,35 m, lo que hubiese supuesto sin duda la perdida de mi virginidad anal. Pero lo que me llevé no dejó de ser doloroso, una fuerte herida que me produje cuando el peso de mi cuerpo cayó sobre el taco, rompiéndolo irremisiblemente.

Creo que cualquier posible flirteo con una homosexualidad, pasiva al menos, acabó en aquella traumática experiencia. Y mis años de jugador de billar también, pues luego al crecer comprendí que el tamaño de la mesa es decisivo, y que mi destreza con el taco no era más que una farsa.
La mesa dejó de tener ninguna utilidad y fue desguazada. Aunque el taco hermano de aquel aprendiz de violador debe andar todavía escondido en algún rincón de la casa.

Pero curiosamente recuerdo aquel juego de billar con mucho cariño, como esos amores juveniles que una vez te rompieron... ejem, el corazón... y luego pasado el tiempo recuerdas con felicidad por lo que llegaste a aprender...

2 comentarios:

Guakamayo Tibio dijo...

Genial historia. Yo tambien tuve un billar muy parecido, aunque no corrí grandes aventuras junto a el ;)
Muy divertida

Samsa dijo...

jajajajajaja, leyendo el comentario anterior parece que todos tuvimos un billar de esos...yo también jugué hasta edades avanzadas con él y creo que por eso cojo el taco tan mal, me acostumbre a cogerlo como si fuese un lápiz